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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

jueves, 2 de febrero de 2017

POEMAS DE MURVIN ANDINO (HONDURAS)




Del libro “La estación tardía”

La estación tardía

Espero alegre la salida y espero no volver jamás. Frida                         

Estábamos solos,
las cosas comunes, la vida y yo.
Nos envolvía el juvenil desaire de la existencia,
nos consternaba el día de anegada vergüenza.
Despertaba el orden cotidiano de las cosas,
nos devoraba la materia en su dualidad moral y espiritual.   

Éramos jóvenes aún,
experimentábamos lo brutal
como una condición inalterable,
la fatalidad imponente,
el odio, ¡oh Dios!,
eran los días del plomo y la codicia,  
de la violencia atroz y la cruz insaciable del destino.

Nos invadía el único motivo,
la sensación cronológica,
la ceniza doblegada.

Jamás la sangre por los ríos de bestial reflejo,
jamás el cielo púrpura
-ni volver enfermo cada salvaje verano-.
Jamás esa venganza
o las calles que no importan,
ni alumbran,
ni esa canción de criminal recuerdo.

Tengo amor,
tengo sueños para un país que se acaba,
la infamia,
tengo la existencia pulida de muerte,
el odio,
el óxido radiante de los años,
la soledad,
el amor sufrido
y la necrópolis que no vencimos,
que inyectó el vacío como un veneno lento e inverso,
como un indómito relámpago. 


Irreversible

Yo siempre fui un adiós... Un brazo en alto, un yaraví quebrándose en las piedras, cuando quise quedarme vino el viento, vino la noche, y me llevó con ella.
Atahualpa Yupanqui

Oscurece,
se consuma la batalla con el tiempo
y el gran espejismo que mutila la ciudad.
Se llena la calle de silencio,
de reflejos que transitan el olvido.
Carga la gente su dolor
y sonríe a pesar de su delirio. 
La escasa luz se va difuminando,
el pecado y la agonía estrechan las palabras,
desaparece la multitud poseída de infinitas preguntas.

El hambre azota a la solemne figura
-el hambre es un monólogo
que quebranta la belleza-.

La gran metáfora de la vida expira con el caserío
                                       en su inocente fulgor
y la lluvia ejerce su castigo en la catástrofe del ser,
que, incuestionable, ajeno y elocuente,
niega su venganza.

Estamos de pie ante el equinoccio
en ese frenético mar de estatuas,
estamos en el instante que devasta todo
y cegamos al antiguo cíclope con atisbos de traición
o la elegancia de los pobres en su trajín cotidiano.
Estamos en el instante que dejó la carne erguida
y la inútil luna que esparció sus criaturas
                                               de fatales abrazos.
Viajamos en el camino de los magos
que no escapan del diluvio,
de la mañana,
del sueño,
de la cíclica serpiente
y su fatal movimiento de reloj
o sus minúsculos incendios.


El amor irrumpe,
pero la noche es una inválida memoria
donde cada situación nos desdibuja.
La noche es un jardín de infinitas mariposas,
para morir se necesita una palabra,
una visión carnal del paraíso
-el paraíso subterráneo del corazón-
que acostumbre al transeúnte,
que domine el poder absoluto y la indiferencia,
la mentira.

No tengo el dolor de todos
ni el miedo del rotundo ser,
la teoría de la misericordia
o las falsas aves de ternura.
No tengo la pasión de quienes
dejaron todo como un secreto.

La noche oculta los enigmas cotidianos
y es la misma desnudez,
el irreversible laberinto de la vida
que, sediento y nauseabundo,
arrastra el asombro del destierro
y la sustancia que exalta la arena,
el metal,
la arteria,
la maldad,
la tormenta,
la sangre,
la desdicha
y cada noción de sentimiento transgredido
o advertido
o escupido
en las vertiginosas islas de la noche
que derraman su espesor
como una vieja lámpara que se oculta
con el efecto definitivo de lo que ya es eterno.




En el valle de las sombras de muerte

“Vas a morir como un ganglio de luz que se ha vuelto loco…” Papasquiaro

Se puede enarbolar el miedo,
disipar ansias,
soportar ofensas y otros horóscopos.
Se puede negar el mal,
el fuego que dispara gritos en infinidad de sentimientos.
Se puede una voraz infamia,
un cuerpo lívido
o una catástrofe de medidas sentimentales,
los senderos recorridos para no ceder la oscuridad
u otras atrocidades inhumanas. 
Se esconde la maldad, se asume,
se incita a no entender ese marasmo,
ni esos gigantes necios que arrebatan la sangre,
la médula del ser
y la canción de la vida. 
Acá el enemigo contundente,
los huesos que asoman como flores
geográficamente antiguas
y se vive de miedo o de artificios de la fe,
de ese Cristo terrestre y lacrimógeno
de mirada incoherente
que no extrañamos ni exigimos
en el valle de las sombras de muerte.



Del libro “El último baktún”

I
El último Baktún
Llegan las últimas horas de la noche
y el gran dios sibarita se muere solo
con la fatal mordida en su costado
donde la fuerza de lo inexplicable cegará su espíritu rebelde
y vascular hasta lo más hondo de su anatomía.
Todos los credos que anteceden a su altar oscuro
fueron aislando multitudes y sus átomos asolaron la tierra
como un viento sideral que formó su memoria con la lluvia.
Desde la época primera, 
desde el inicio de los días,
desde la fundación del infinito
nos quedó rondando una terrible soledad.

Hunab-Ku nos dio la vida
y los hombres que poblaron la tierra
alguna vez fueron buenos.
Siglos después el último baktún había terminado
y para todos la humanidad soñaba despertar
siendo otra vez al ave infame.
Los herederos de la vida también blandieron armas
ante su destino.
Cuando el gran dios maíz creció,
llegamos a poblar la tierra.
Ya el barro y el viento tenían la sal convocada
para nutrir nuestros ancestros.
Yum-Kaax nos dio los elementos necesarios
al prolongar la estadía.

Zots, el pájaro ciego y roedor,
había establecido la piedra al sosegar el tiempo.
La doble serpiente y el jaguar,
las aves que anidaron en manadas sobre el bosque
circundante.
Todo, desde la creación, se había establecido:
la triste gota diurna que abandona el vaso,
el eslabón de horror y madrugada,
los festivos abrazos y el adiós para todos,
la invasión maligna que nos haría ser.

Desde la altura de sus templos podíamos ver el mundo,
reinventar los mitos y adueñarnos de los últimos astros.
Ya estaba prevista la oscuridad y el mal,
los eclipses sagrados del espíritu.

Lo había dicho la serpiente emplumada Quetzalcóatl,
Kukul Kan, Kinich Yax Kuk Mo, Nenúfar Jaguar,
Luna Jaguar, Dieciocho Conejo:
en cada katún, cuando la luna ocultara su membrana,
todos seríamos borrados para desbaratar la humanidad.


II
Ideario de la creación

El sol era una luz perversa, amotinada,
una ciudad ceñida en el horror, anatómica, violenta,
el miedo esparcido en el entorno, como el sueño.
Una canción vital o el cielo púrpura impredecible.

Siglos atrás llegaron los viajantes precedidos de un extraño viento
a invadir la sangre inofensiva,
la herencia sagrada de los pueblos,
los parques, los extensos planteles y galeras,
los horarios mutilados,
los autobuses dislocados,
la ciudad y su expansión desorbitada,
los buitres que acobardan la inocencia
en imágenes de excreción y territorio,
las extintas luces que llevaron la tierra al equinoccio.

El barro abatido, antes que nosotros llegáramos,
ya intuía la maldad,
el alquimista violento transformó el plomo al atenuar la materia.
Nos fue cegando el espíritu
y el miedo que heredamos mucho antes
para olvidar el retorno a la semilla.

Al llegar encañonaron las montañas,
los valles y estructuras,
marcaron a todos los ocultos
y la tierra nunca más fue nuestra.
 
En todos lados su invasión se tornó nefasta,
las ínsulas sagradas del espacio,
precipicios y estandartes se negaron,
interiores indelebles,
monolitos donde el mal no llegaría.




III
Desde el origen
Eran las lágrimas, al inicio de la oscuridad,
la eternidad desdentada, 
los pobres llorando espinas o limosnas.
Era el mineral infinito, repetido,
la sangre corrompida y otros mecanismos
de rigor,
el mito humano predicando otra vez su inconsistencia.
Lo predijo el último rey maya,
el presagio del gran adivino decía que debíamos
expulsar al extraño.
Matarlo si era posible para no ver crecer su maldad. 
Para ello surgió la obsidiana desde el fondo.
El pedernal, con toda la fuerza de la tierra,

todo volvería con nosotros hechos sombras.

Murvin Andino Jiménez, San Pedro Sula, Honduras, 1979. Poeta, narrador, editor, investigador literario, licenciado en Letras con orientación en Literatura por la UNAH.
Ha obtenido los siguientes premios: Primer lugar a nivel nacional Premio Óscar Acosta año 2001. Mención de honor Instituto Cultural Latinoamericano, Junín, Argentina, 2001. Ha obtenido premios en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, Honduras, en los años 2006, 2008, 2010, 2011, 2012 y 2013.
Premio nacional de cuento otorgado por el Grupo Ideas y la Sociedad Femenina de Letras en 2013.
Parte de su obra poética y narrativa ha sido publicada en revistas literarias de Honduras, España, México, Nicaragua, Colombia y Brasil. Ha sido antologado en los libros Muestra poética (2002, San Pedro Sula), Cuarta dimensión de la tarde (2011, Holguín, Cuba, y San Pedro Sula, Honduras). Apresurada cicatriz: instantáneas de la poesía centroamericana. (México, 2013) y Voces de América Latina. (EUA, 2016).
Ha publicado los libros de poesía Corral de locos (2009), Extranjero (2011), La isla dividida (2015) y La estación tardía (2014, en versión electrónica). Fue parte del grupo de selección para la antología El canon abierto, última poesía en español, (2015) de la editorial Visor. Es miembro del consejo editorial de la revista Decenio de Nicaragua.         
Ha participado en los festivales de poesía de Pereira, Colombia, en 2009, Managua, Nicaragua, 2012 y 2016, Chinandega, Nicaragua en 2013 y Festival de poesía de Cartagena, Colombia, en 2015. Escribe artículos para Diario El Heraldo y ha impartido talleres de creación literaria a niños de su ciudad.
Es catedrático del área Humanidades y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

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